10 ago 2011

Declaración de Principios

La mayor parte de nuestro tiempo lo pasamos en la calle. Sea para ir a comprar al almacén de la otra cuadra, como para ir a trabajar o a estudiar. Si hacemos la cuenta, seguramente pasemos más tiempo en colectivos, en trenes o en subtes, que comiendo. A su vez,  es innegable la relación que establecemos con el entorno. Con lo que nos rodea a la hora de cruzar esas siete cuadras que nos separan de la parada, con los cincuenta pasos que me llevan al quiosco de Raúl, en los once techitos de negocios que nos amparan de la lluvia cuando las siete cuadras parecen estar a kilómetros de mi casa. Es inherente entonces sentirnos envueltos por las condiciones del ambiente en el cual nos desenvolvemos. Y algo inherente a ese ambiente, son también las personas que conviven en ese ambiente. Personas que lo atraviesan, lo mastican, lo escupen transformándolo en algo nuevo.  Lo modifican a su antojo. Personas, individuos, hombres. Que reciben el estimulo, el vínculo, lo quieran o no de la otra persona, individuo, hombre. Estimulo que creemos que debe servir para la acción. Estimulo que debe empujar, golpear, machacar, desequilibrar, retumbar, sacudir. Estimulo que sirva como impulso para sacarnos del letargo producido por la vieja comodidad del reflexionar. Letargo muchas veces animado por el sentido común, por esos tantos y cómodos “alguien tiene que hacer algo”, por aquellos otros “la historia siempre es así”, y esos cansadores “total para que”. Sentido común que tiene poco sentido para nosotros. Mentira: nos da todo el sentido, todas las excusas para accionar. Entonces, si el primer paso es reflexionar,  acto seguido  tiene que venir el hacer. Accionemos entonces.